martes, 31 de mayo de 2011

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Aquella noche me abrigué bajo el frio de la soledad. No quería la compañia de nadie ni de nada. Ni siquiera la compañia de la literatura. Deseaba profundamente estar solo.¿Por qué?, lo ignoro.
Llegué a casa con un embutido abrigo y con el cabello chorreando por la tormenta que me había cogido desprevenido. Mis "amigos" se habían librado del chaparrón resguardándose en un bar saturado de jóvenes, música y jolgorio. Pero yo quería estar solo; por eso les había abandonado en el amparo y la compañía del resto, y me había precipitado a la inmensidad de la álgida lluvia.
Tras franquear la puerta de casa, dejé el abrigo en el suelo del vestíbulo sin importarme lo mas mínimo la bronca de mis padres y sequé mi pelo para evitar contagiarme de cualquier maligno resfriado que pudiese estropear mi anhelada soledad. Después de eso, me encaminé a mi sombrío dormitorio donde una pequeña ventana obstaculizada el acecho desafiante de los rayos de la luna y las estrellas.
Con la dejadez de un moribundo anciano, me tumbé en mi mullido colchón, lugar en el que diariamente pagaba por mi descanso a expensas de un mal aprovechado tiempo, y me limité a cerrar los ojos, cruzar los brazos y callar.
Me desvinculé del mundo, quedando en él la única constancia de mi cuerpo y corazón, y comencé a reflexionar. Medité sobra la vida y la muerte, la codicia y la honradez, sobre el odio y el amor. Medité sobre todo aquello que había forjado mi personalidad y que creía importante. Medité sobre todo menos sobre mi mismo. Transcurrí horas así: con el pensamiento muerto y la apatía viva e insípida aguijoneándome las entrañas.
Serian las 3 de la madrugada cuando mi móvil vibró instantaneamente, casi como un suspiro dormido. No respondí a dicho ruego. Ni siquiera pestañeé. Tampoco agité ningún músculo. Sencillamente, permanecí con los ojos clavados en el pálido techo, pretendiendo contagiarme de su blanca e inmensa pureza.
Sin embargo los minutos transcurrieron incesantes y molestos, como el zumbido de una mosca. No pude reprimir la curiosidad del momento: aferré mi movil y miré la pantalla luminosa. En él aparecia el número del que me había llamado. Pertenecia a una chica; una chica como otra cualquiera, pero una chica al fin y al cabo.
Entonces me percaté de que no quería estar solo.

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